Todo eso, sin planillas de Excel ni curvas de oferta y demanda. Solo observando, deduciendo y decidiendo. De manera casi intuitiva, estábamos haciendo economía doméstica: evaluando escasez, utilidad, esfuerzo, tiempo... y hasta costo de oportunidad.
Es lo que hace cualquier persona que tiene que administrar su casa con recursos limitados. Tal vez nunca lo pensaste así, pero la economía también se practica en la cocina, frente a la góndola del súper o en la parada del colectivo.
Casi toda mi vida la viví en un contexto inflacionario, lo cual me llevó —como a muchos— a resignar el hábito de racionalizar las decisiones de consumo. Cuando todo cambia de un día para el otro, hacer cálculos a largo plazo parece una pérdida de tiempo. En ese contexto, muchas veces consumir fue más una cuestión de intuición (o de apuro) que de planificación.
Hubo veces que pensé bien las compras a crédito: si iba a financiar algo en 6 o 12 meses, tenía claro que ese producto debía durarme, al menos, hasta que terminara de pagarlo. Pero también cometí errores. Más de una vez terminé pagando en cuotas bienes de consumo inmediato, como si la tarjeta fuera mágica. Y esos errores, claro, se pagan después... con restricciones, con angustias o con resignaciones.
Con los años entendí que cuanto más estable es el contexto económico, menos margen tenemos para improvisar, y más importante se vuelve decidir bien. Pero también entendí algo más profundo: que la economía no está reservada a los economistas.
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