Durante mucho tiempo creí que la economía era una ciencia exacta. Que se trataba, básicamente, de números, modelos, gráficos, curvas de oferta y demanda. Una especie de física social donde, si las variables se acomodaban, los resultados eran previsibles. Lo pensé así... hasta que la vida me mostró otra cosa.
Con los años, fui viendo cómo las personas —yo incluido— tomaban decisiones que no tenían demasiado sentido “económico”. Gente endeudándose para comprar algo innecesario, rechazando ofertas convenientes por orgullo o miedo, o cambiando de marca sin una razón lógica.
Ahí me topé con algo que me voló la cabeza: la economía conductual. Leer a Kahneman, Thaler o Ariely fue como ponerle teoría a lo que venía observando en la vida cotidiana. Descubrí que no es que la gente se comporta mal o irracionalmente... simplemente se comporta como humana.
Lo racional no siempre gana
Recuerdo una situación que me marcó: un negocio ofrecía un descuento por pagar en efectivo. La mayoría eligió la tarjeta, aunque implicara un costo mayor. ¿Por qué? Porque el dolor de pagar con billetes reales se siente más que ese cargo abstracto que aparece en el resumen a fin de mes.Ahí entendí, de la mano de Thaler y su contabilidad mental, que no todo el dinero nos duele igual: depende de cómo lo percibimos y desde qué "casilla mental" lo sacamos. Y también comprendí que la tasa de interés —ese precio por disponer hoy del dinero que ganaré mañana— no es solo financiera: también emocional.
Y ni hablar de los sesgos de anclaje. Pensamos que decidimos libremente, pero si primero nos muestran un precio elevado, todo lo que venga después nos parece una ganga. Lo veo en el supermercado, en las promociones online, en la política, en las relaciones humanas. Es como ese truco infalible del televisor chico carísimo al lado del grande “razonable”: la venta está casi garantizada.
Una economía más humana
Lo que más me atrapó de esta rama de la economía es que no parte del supuesto de que todos somos calculadoras maximizadoras de utilidad. Nos reconoce como personas con emociones, historias, prejuicios e intuiciones. Como explica Kahneman con su teoría de los dos sistemas: uno rápido, automático y emocional; y otro lento, reflexivo y lógico.
La mayoría de nuestras decisiones diarias —especialmente las económicas— las tomamos con el sistema rápido. Y ahí cobra sentido la necesidad de educación, de reflexión, de tomarnos un segundo antes de actuar. Porque muchas veces no se trata de “saber más”, sino de “detenerse un poco” antes de elegir.
Lo que aprendí
La economía conductual me reconcilió con mi vocación. Me hizo ver que no basta con entender curvas y fórmulas. Que muchas veces lo más valioso no es predecir qué va a pasar, sino comprender por qué pasó. Y sobre todo, no presumir de tener grandes soluciones, sino aportar a formular bien las preguntas.
Hoy valoro mucho más la observación: ver cómo reaccionamos, reconocer nuestros sesgos, nuestras trampas mentales. Porque para entender un problema económico real, muchas veces hay que mirar donde las teorías clásicas no llegan: en cómo sentimos, cómo decidimos, cómo actuamos.
Y recordar que el origen de la economía no fue moralizar ni diseñar utopías, sino entender cómo vivimos, elegimos y nos organizamos como sociedad. Si perdemos eso de vista, dejamos de hacer economía y empezamos a hacer dogma.
Si pudiera hablar con el Julio de hace 30 años, le diría: “La economía no está (solo) en los libros. Está en la calle, en la gente, en vos. Observá más, juzgá menos. Y nunca dejes de preguntarte por qué hacemos lo que hacemos.”
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