Las crisis que me atravesaron: vivir y entender los ciclos económicos
Desde muy chico aprendí que la economía argentina es, en muchos aspectos, profundamente metafórica. Cuando empecé la escuela, un sándwich en el kiosco costaba 20 centavos, pero muchos decían “20 pesos”. Era porque poco antes le habían quitado dos ceros a la moneda. Yo apenas entendía los números, pero ya escuchaba hablar de “reestructuraciones”, “devaluaciones”, “inflación”, y otras palabras que se volvieron habituales en las conversaciones familiares.Así comenzó mi recorrido por las monedas argentinas. Pasamos de los “pesos moneda nacional” a los “pesos ley”, definidos en la ley 18.188 (sí, la recuerdo todavía). Después vinieron los “pesos argentinos”, con cuatro ceros menos; luego los “australes”, con tres ceros menos; y finalmente, el “peso convertible”, nacido en los 90, que prometía valer lo mismo que un dólar.
Todo esto ocurrió en apenas 22 años. No fue normal, pero para nosotros fue costumbre.
Un país que borraba ceros pero sumaba incertidumbre.
Unidad Monetaria | Norma Legal | Vigente desde |
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Peso convertible | Decreto PEN N° 2128 / Ley de Convertibilidad | 01/01/1992 |
Austral | Decreto PEN N° 1096 | 15/06/1985 |
Peso Argentino | Decreto PEN N° 22707 | 01/06/1983 |
Peso Ley | Ley N° 18.188 | 01/01/1970 |
Peso Moneda Nacional | Ley N° 1130 / modificada por Ley N° 3871 | 05/11/1881 |
Fuente: Banco Central de la República Argentina
La economía de las vidrieras cambiantes
En la hiperinflación del ‘89, los precios subían durante el día. El chiste —triste y real— decía: “mirá eso que está barato en la vidriera, yo entro a comprarlo y vos quedate mirando que no suba mientras tanto”. Así de irracional era el consumo. Nos quemaban los pesos en las manos, y preguntar precios se volvió instinto de supervivencia.
No recuerdo hambre generalizada, pero sí una sensación de que todo se escapaba de las manos: los ahorros, la estabilidad, los sueños. La crisis nos devoraba lentamente. Hasta que, de repente, llegó la convertibilidad. Atar el peso al dólar trajo algo de paz: estabilidad, crédito, consumo. Era como si el “Tío Sam” nos hubiese dado un respiro.
Pero el Estado seguía siendo el botín
Con las privatizaciones llegaron recursos frescos, pero el Estado siguió siendo ese lugar donde unos pocos se enriquecían. El gasto público crecía, y cuando se acabó el dinero de las ventas, volvimos a recurrir al endeudamiento. Otra vez el FMI, otra vez el ajuste, otra vez la crisis.
En 2001, se rompió todo. El Estado, incapaz de sostener la paridad, se quedó con los ahorros en dólares, recortó salarios y no logró evitar el colapso. La gente salió a la calle. Esta vez no hubo golpe militar, pero sí hubo un quiebre total del contrato social.
Y después... la soja
En los años siguientes, salimos con viento a favor: el precio internacional de la soja nos salvó. Pero no aprendimos. Repetimos el patrón: despilfarro en tiempos de bonanza, parálisis en tiempos difíciles. No construimos las bases de un progreso duradero.
Mi lectura de todo esto, con el diario de mi vida
Creo que en los 80 el mundo cambió y nosotros no lo vimos. La llamada “revolución conservadora” trajo reformas liberales en muchas partes del mundo. Y mientras tanto, nosotros seguíamos enamorados de la “tercera posición”, creyendo que podíamos tener lo mejor de ambos mundos, sin renunciar a ninguno.
Así, los que sabían hacer buenos negocios con los gobiernos de turno prosperaban... y los demás vivíamos en la incertidumbre. Vendimos “las joyas de la abuela” (las empresas públicas primero, la soja después) y nunca pusimos en pie un verdadero modelo de desarrollo.
¿Qué aprendí de todo esto?
Aprendí que los gerentes de empresas tienen que aprender a poner precios según la oferta y la demanda, no a negociarlos con funcionarios. Que las personas tienen que ganarse su sustento sin esperar todo del Estado. Que hay que seducir al cliente, cuidar la inversión, y asumir que el mundo exige eficiencia, no aprietes.
No es fácil. Pero es lo que hay.
Y lo único que deberíamos exigir al Estado es que ponga reglas claras, justas, sin privilegios. Que garantice igualdad de oportunidades. El progreso individual —creo sinceramente— debería depender de nuestra capacidad para aportar valor a la sociedad.
Y, sí... tal vez un poco de suerte.
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