Impuestos, gasto y servicios: ¿Qué me devuelve el Estado por lo que pago?

Siempre que pagamos por algo, esperamos recibir algo a cambio. Si compro una entrada de cine, quiero ver una película que me guste; si no me gusta, siento que desperdicié el dinero. Si compro una camisa, espero que me quede bien y que dure. Cuanto mejor cumpla esa camisa su función, mejor me voy a sentir con lo que pagué por ella.

Lo mismo me pasa con los impuestos. Son, en definitiva, lo que pagamos por vivir en sociedad. A cambio, el Estado debería darnos algo: orden, leyes, seguridad, justicia, educación, salud, y una estructura que nos permita convivir de manera organizada. Pero la gran pregunta que me hago —y que comparto con ustedes— es: ¿estamos recibiendo eso que se supone que pagamos?

Lo básico no debería faltar

Con el tiempo, los Estados fueron asumiendo nuevas funciones. Ya no solo legislan y castigan, sino que educan, curan, protegen al desprotegido, construyen caminos, redes eléctricas, garantizan servicios básicos. En algunos casos incluso producen y venden bienes, gestionan bancos, y se convierten en empresarios. Y ahí es donde la cosa se empieza a complicar.

Recuerdo haber leído La Perestroika a principios de los 90, donde Gorbachov, en pleno intento de modernizar la economía soviética, introducía como novedad la contabilidad de costos en las fábricas del Estado. ¡Contabilidad de costos! Algo que cualquier kiosquero del barrio ya tiene más o menos claro: no se puede vender a pérdida. Y sin embargo, en un sistema manejado por burócratas y sin competencia real, eso era una novedad revolucionaria.

Cuando no hay retorno

Volviendo a lo nuestro: si el Estado no cumple con lo básico, es difícil pedirle al ciudadano que pague con gusto. Si la escuela pública no enseña, si la policía no protege, si los jueces no imparten justicia, si la salud pública no cura... ¿por qué voy a sentirme bien pagando mis impuestos?

Más grave aún: si a eso le sumo la corrupción, los privilegios de los funcionarios, la maraña de leyes que permiten evadir de manera “legal”, la percepción de que el que evade no es un delincuente sino un “vivo”... entonces pagar todos los impuestos me empieza a parecer una tontería. Y eso, en términos sociales, es un desastre.

Lo que aprendí

Con los años entendí que el Estado no puede hacerlo todo, y que tampoco debería intentarlo. Su rol esencial debería ser garantizar que las reglas se cumplan, proteger a los más débiles, asegurar condiciones básicas para el desarrollo de todos. Pero no competir con los privados ni intentar reemplazar al mercado.

También entendí que los impuestos deberían ser una fuente de orgullo cívico. Saber que con lo que aporto se financia una escuela donde los chicos aprenden, un hospital donde se curan, una justicia que funciona, una policía que cuida. Eso sí lo pagaría con gusto.

En resumen

Como ciudadano, no solo pago impuestos: hago un contrato con el Estado. Si él cumple, yo cumplo. Si no lo hace, me cuesta mucho más sostener la idea de que “así debe ser”. No se trata solo de números, sino de confianza, reciprocidad y sentido común.

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