Durante mucho tiempo escuché, y hasta creí, que la sociedad era como una gran obra de teatro. Que todos teníamos un papel asignado, un guión que cumplir, y que los gobernantes eran algo así como los directores o guionistas de turno. Ellos decidían qué debía hacer cada uno, cuándo y cómo. Y nosotros, los ciudadanos, nos limitábamos a actuar, obedecer, cumplir.
Pero con el tiempo —y con muchas experiencias vividas— me di cuenta de que esa mirada, por más ordenada o reconfortante que parezca, no solo es equivocada: es peligrosa.
En esa lógica, la política se convierte en una disputa de libretos. El que gana una elección impone su versión de la historia, reparte roles y da instrucciones. ¿Y la libertad? Apenas queda espacio para improvisar una frase, una escena, pero el resto está escrito… y el público, que somos todos, lo aplaude o lo padece.
Este pensamiento llevado a la economía puede ser trágico. Porque algunos creen que también pueden decidir por los demás: qué producir, cuánto, a qué precio, qué consumir, qué cobrar y hasta cómo vivir. Piensan que el mundo real se puede moldear como una obra de teatro y que el resultado será igual de previsible.
Friedrich Hayek llamó a esto la fatal arrogancia. Y hoy lo entiendo mejor que nunca. Pensar que unos pocos pueden tomar mejores decisiones que millones de personas actuando libremente es no entender cómo funciona una sociedad viva. Es menospreciar el conocimiento que se forma desde abajo, desde las miles de pequeñas elecciones cotidianas.
Hasta hace un tiempo no lo veía con claridad. Pero cuando uno observa con distancia, cuando analiza la historia sin prejuicios, se da cuenta de que muchos de los fracasos económicos más dolorosos vinieron de esta arrogancia planificadora. De creer que alguien —por su cargo, su ideología o su moral— tiene derecho a imponer su libreto a los demás.
Recuerdo haber estudiado cómo, en la Unión Soviética, los planificadores del Estado calcularon cuántos kilos de grano necesitaba una familia para vivir. Todo lo que produjeran por encima de eso debía ir al Estado. ¿El resultado? Las familias dejaron de producir más que eso. La consecuencia fue obvia: hambre y escasez para todos los que no trabajaban el campo. Porque cuando se desincentiva el esfuerzo, el esfuerzo desaparece.
Es un patrón que se repite. Las economías centralmente planificadas han fracasado una y otra vez. Y, al contrario, los países que han apostado por el respeto a la libertad individual, por la economía abierta, incluso enfrentando guerras, carencias o conflictos, han logrado avances impensados.
Entiendo que en el siglo XX, con mercados imperfectos y poca información, la intervención estatal parecía una solución razonable. Pero hoy, en plena era digital, pensar que necesitamos al Estado para que decida por nosotros porque "otros saben más", es una forma de rendirse. Es como asumir que somos inferiores, que no estamos a la altura del mundo. Y eso, sinceramente, me cuesta aceptar.
Yo elijo creer en la libertad. En la capacidad de cada persona para dirigir su propia vida, para escribir su propio guión. No somos actores siguiendo órdenes. Somos autores de nuestra historia. No necesitamos que alguien nos diga qué hacer para vivir bien: necesitamos que nos dejen hacerlo. Que el Estado, en vez de planificarnos la vida, se limite a garantizar reglas claras, justicia imparcial y oportunidades reales.
Cada vez que escucho a alguien pedir que el Estado regule, controle o imponga, me pregunto: ¿realmente pensás que otro puede saber más sobre tu vida que vos mismo?
No somos un elenco esperando instrucciones. Somos protagonistas. Y el mundo, lejos de ser un escenario, es el lugar donde —día a día— podemos elegir, construir, crear y avanzar. Sin libreto. Sin director. Con libertad.
Comentarios
Publicar un comentario