Cuando era joven pensaba —como muchos de mi generación— que el desarrollo era una estación a la que se llegaba después de un largo viaje económico. Una etapa inevitable en la evolución de un país: primero subdesarrollado, luego en vías de desarrollo… y algún día, con suerte, desarrollado. Era casi una línea de montaje.
Con el paso de los años, y después de vivir, trabajar, estudiar y volver a estudiar, descubrí que esa idea era bastante ingenua. Algunos países parecían haber nacido desarrollados. Nunca supe cuándo Japón fue subdesarrollado, o en qué momento Francia o Inglaterra dejaron de serlo. En cambio, vi a otros países —el nuestro entre ellos— girar una y otra vez alrededor de promesas de desarrollo que nunca terminaban de cumplirse.
Durante décadas se discutió mucho sobre esto. En los ‘70 y ‘80 se hablaba del “efecto dominación”, de países periféricos sometidos a los intereses de los países centrales, una especie de versión geopolítica de la lucha de clases. Algo de razón había. Pero también había algo que no cerraba: la idea de que nuestro destino dependía siempre de otros, de fuerzas externas, de conspiraciones globales. Era una explicación cómoda. Tal vez demasiado cómoda.
Hoy me siento más cerca de una definición sencilla, pero poderosa: un país es desarrollado si puede generar bienes y servicios que mantengan o mejoren el bienestar de su gente. Y yo le agregaría: si todos los que forman parte de esa sociedad tienen una oportunidad real —basada en su esfuerzo, su capacidad y su talento— de progresar.
Para medir eso, por supuesto, están los indicadores. El PBI per cápita, el IDH, el coeficiente de Gini, el acceso a la tecnología, la infraestructura. Todos nos dicen algo. Pero ninguno alcanza a contar toda la historia. Hay algo que no entra en los números: cómo se vive en un lugar. Cómo se siente uno al vivir allí. Qué tan posible es soñar, emprender, equivocarse y volver a empezar.
A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si hubiera nacido en otro país. Me cuesta imaginarme en Japón o en Escocia, por ejemplo. No por su nivel de desarrollo, sino por sus formas, sus códigos culturales, su modo de vida. Y entonces entiendo que el desarrollo también tiene que ver con el arraigo, con el sentido de pertenencia, con encontrar el propio lugar en el mundo.
Mi utopía —más simple que grandilocuente— es que podamos elegir dónde vivir, y que esa elección esté determinada por nuestras capacidades, no por nuestras carencias. Que el lugar donde nacimos no sea una condena, sino apenas un punto de partida.
No creo que los países se salven o se hundan por decisiones tomadas en despachos lejanos. Las influencias externas existen, claro. Pero si el fuego se propaga, es porque había leña seca y nadie supo o quiso apagarlo. Las verdaderas causas —las más profundas y duraderas— están adentro. Están en cómo nos organizamos, cómo trabajamos, cuánto confiamos en nosotros mismos y en los demás.
Leer a Viktor Frankl me ayudó a entender algo que, en el fondo, siempre supe: que somos responsables de nuestro destino. Que, más allá de las circunstancias, tenemos la libertad de elegir cómo actuar. Lo mismo vale para las personas y para los países. No podemos culpar eternamente a otros por lo que somos. Tenemos que hacernos cargo.
Si pudiera volver atrás y hablar con el Julio de veinte años que recién empezaba a estudiar economía, le diría que no se obsesione tanto con encontrar culpables. Que, en cambio, aprenda a imaginar soluciones. Que se vea como un ciudadano del mundo. Que entienda que su conocimiento y su trabajo no valen por el título que llevan, sino por lo que pueden aportar a los demás. Que el desarrollo empieza por casa. Y no me refiero a la patria, sino a uno mismo.
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