Últimamente vengo pensando en lo diferente que es estudiar pasados los cincuenta, comparado con haber empezado antes de cumplir los veinte. La diferencia es tan simple —o tan compleja— como la que existe entre la abstracción y lo concreto.
Hoy puedo decir que viví en carne propia lo que significa manejar el presupuesto de una persona, de una familia, o incluso de una organización. Entendí lo que es querer comprar un producto y no poder, porque el precio era demasiado alto. O al revés: hacer cola para aprovechar una oferta antes de que se vuelva inaccesible. Las llamadas “leyes del mercado” dejaron de ser teoría: pasaron a formar parte de mi vida cotidiana.
También vi cómo ciertos productos, que alguna vez eran lujos, con el tiempo se convirtieron en bienes de consumo masivo. En algunos casos, gracias a la economía de escala. En otros, porque aparecieron nuevos competidores y bajaron los precios. La competencia funcionando a la vista de todos, aunque muchas veces no la veamos.
Aprender en el mercado... literalmente
Cuando estudiaba competencia perfecta, me parecía una utopía de manual. Pero con el tiempo entendí que había ejemplos cerca, a la vuelta de la esquina. El mercado de mi ciudad —donde se venden frutas, verduras, carnes, pescados— muestra todos los días cómo operan esas fuerzas.Los tomates de todos los puestos son casi iguales. Los precios tienden a ser similares. Y cuando va cayendo la tarde, los precios bajan, porque esa mercadería no sirve al día siguiente. Si el precio cae demasiado, el producto se vende rápido... y nadie repone, porque no vale la pena trabajar por tan poca ganancia. Oferta y demanda, en vivo y en directo.
Y claro, a medida que el mercado se amplía, con más productos, más tecnología, mayores distancias y costos, el escenario se vuelve más complejo. Pero el principio básico sigue estando ahí. Hasta el puestero que grita más fuerte o pone un cartel llamativo está haciendo marketing, y quizás por eso venda mejor que sus colegas.
La diferencia entre saber y comprender
Todo eso ya estaba a la vista hace cuarenta años. Pero yo era muy joven. No había vivido lo suficiente como para comprenderlo desde adentro. Una cosa es que te digan que los precios suben. Otra muy distinta es no poder comprar lo que necesitás porque el precio se fue de tus manos.
Del otro lado, cuando sos quien vende, también sentís el pulso del mercado. Si cobrás demasiado, no vendés. Si bajás demasiado el precio, te compran todo enseguida... pero perdiste valor.
Hoy veo a mucha gente que intenta definir cuánto cobrar por su trabajo —especialmente en servicios “artesanales”, personalizados, difíciles de estandarizar— y entiendo que ese proceso también es económico. Pero no es lineal, ni obvio. Es experiencia, percepción, prueba y error.
El estudio, con cicatrices
Todo esto lo fui aprendiendo. A veces, no de la mejor manera. Pero hoy, al volver a abrir un libro, reconozco cosas que no entendí con la cabeza, sino con el cuerpo. Y esa es una diferencia enorme respecto de mi primera etapa como estudiante.
Estudiar economía después de vivirla es otra cosa. Es conectar la teoría con la experiencia. Es ponerle rostro y emoción a lo que antes eran solo gráficos. Y es, sobre todo, valorar el conocimiento no solo por lo que dice, sino por cómo se siente.
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