Voy a intentar abstraerme un poco —no demasiado— para bucear en el mundo de las ideas y contarles cómo fue mi evolución. Cómo la experiencia derribó algunas de mis creencias, reforzó otras y me enseñó, una y otra vez, que la práctica enseña más y mejor que miles de horas de lectura, incluso si son libros de autores muy reputados.
Ya conté alguna vez que viví mi juventud cuando todavía se idolatraba a la Revolución Cubana y el muro de Berlín seguía en pie. El mundo parecía ordenado en dos bloques, y lo políticamente correcto era ubicarse en algún punto intermedio: no tan capitalista, no tan socialista. Ni tan de derecha, ni tan de izquierda. La famosa "tercera vía", que prometía lo mejor de ambos mundos.
No escapé a esa lógica. Creí firmemente que el Estado debía intervenir para corregir los excesos del mercado. Que el "capitalismo salvaje" era uno de los grandes males de la humanidad. Que los empresarios eran, en su mayoría, codiciosos, y que sólo un Estado fuerte podría ponerles límites en defensa del bien común.
Con el tiempo —y con el trabajo, la vida cotidiana, los impuestos, los trámites, las crisis, las oportunidades perdidas y aprovechadas— empecé a ver otra cosa.
Vi que un Estado fuerte muchas veces significa un aparato grande, opaco y lleno de privilegios para quienes lo manejan. Vi que los "voraces empresarios" también eran los que arriesgaban, creaban trabajo, movían la economía. Vi que sin ellos no hay riqueza que repartir, y que los sistemas donde el Estado se erige como dueño y repartidor universal de todo, suelen terminar con escasez, corrupción o ambas cosas.También aprendí que el mercado, con todos sus defectos, es simplemente la suma de nuestras decisiones como sociedad. Nadie debería decidir por nosotros qué queremos producir, comprar o intercambiar. Por eso me resuena tanto la idea de que la verdadera justicia no está en repartir a todos por igual, sino en ofrecer a todos las mismas oportunidades, para que el mérito y el esfuerzo hagan su parte.
Y entendí, con cierta tristeza también, que el poder —ya sea económico o político— tiende a buscar al otro para perpetuarse. El rico quiere poder, el poderoso quiere riqueza. La historia de siempre.
Por eso, más que pedirle al Estado que "sea justo", hoy me conformo con pedirle que funcione. Que sea previsible. Que haga cumplir las reglas. Que no intente moldear a la sociedad como si fuera de plastilina, ni recaudar como si fuera un Robin Hood con burocracia.
Los impuestos, en mi visión actual, no deberían servir para castigar a nadie ni para premiar a otros. Deberían ser la contribución razonable que todos hacemos para vivir en una sociedad ordenada. Lo demás, muchas veces, termina siendo ideología disfrazada de justicia.
Y hablando de ideologías, a veces me viene a la mente aquella anécdota de Pedro el Grande, el zar ruso que quería "europeizar" a los nobles de su país. Como los boyardos usaban grandes barbas, que según él los hacían ver salvajes frente a los refinados franceses, Pedro impuso un impuesto a las barbas. Sí, así como suena. Un impuesto a las barbas. En su época le pareció una medida lógica. Hoy lo vemos como una excentricidad absurda, pero... ¿cuántas ideas actuales nos parecerán igual de ridículas en unas décadas?
Quizás por eso, cada vez que reviso mis creencias pasadas —y presentes— trato de hacerlo con humildad. Porque si hay algo que me enseñaron los años, es que la realidad se impone. Que los libros sirven, pero la vida enseña. Y que, a veces, el mejor pensamiento económico es simplemente el sentido común.
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